Si uno se vistiera de poeta, o pretendiera responder a un espíritu artístico, diría que los errores son como el fuego o como el dios Loki: en su naturaleza son destructivos, pero bien aplicados son recursos muy poderosos. En el caso del error, lo primero que podemos decir es que es la puerta para una oportunidad de mejora, y qué sentido tiene la vida si uno no busca mejorarse todo el tiempo.
Veamos un par de ejemplos de errores antológicos, errores de emperadores, de dioses y de genios:
Apenas finalizada la creación el mundo, Dios se disponía a descansar cuando se dió cuenta de que había cometido un error: se había olvidado de poner arena en el mundo. También se dió cuenta de que la arena sería muy útil para las playas, para las construcciones y para medir el tiempo, por lo que llamó al arcángel Gabriel, le dio una bolsa anorme de arena y le encargó que la desparramara por el mundo.
El Diablo, que siempre está atento a sacar provecho este tipo de situaciones, siguió en secreto a Gabriel y, sin que se diera cuenta, agujereó la bolsa en la que llevaba la arena. Esto sucedió mientras el arcángel pasaba por lo que es hoy Arabia, y por eso nueve décimas partes de aquel país quedó tapado de arena.
Habiendo notado este desastre, Dios resolvió compensar a los árabes dándoles un cielo estrellado y la habilidad de moldear la palabra así como otros pueblos moldean el metal. Dice el proverbio: Los errores de Dios, como los de los grandes artistas, y los verdaderos enamorados, desencadenan tantas reparaciones felices que cabe desearlos.
Todos reconocemos la genialidad de Leonardo Da Vinci en sus obras artísticas y científicas, hasta se festejó (de manera un poco torpe) su habilidad para crear códigos, símbolos y acertijos. Pero lo que pocos saben es que el viejo Leonardo quería, más que nada en el mundo, ser cocinero (ahora que estamos solos: fue Da Vinci quien inventó el uso de la servilleta y el tenedor tal como se los conoce hoy).
Su protector, Ludovico Sforza, lo dejaba hacer y deshacer en la cocina lo que quisiera, y hasta le regaló un casteleto para que abriera una taberna, cocinara para el público y lo dejara un poco en paz, ya que estaba.
Sucedió que para uno de los cumpleaños de Ludovico, Leonardo quiso agasajarlo con gran pompa culinaria y no se le ocurrió mejor idea que hacer una torta tan grande que se pudiera hacer la fiesta adentro. Es decir: mandó a hacer unos ladrillos de bizcocho y confituras, y construyó con estos ladrillos una especie de salón de fiestas, para que a la hora de comer la torta la gente no tuviera más que emprenderla a mordiscones con las paredes.
Lo que Leonardo no calculó es que tanto dulce junto era un imán para los bichos, y asi sucedió: en el medio de la fiesta la gente tuvo que salir rajando espantada por un ejército de ratas, pájaros y demás batracios que invadieron el salón-torta.
Este desastre y varios otros hicieron que Ludovico alentara a Leonardo a dejar la cocina, y a dedicarse más a la ciencia y a las artes.
En Bohemia, en el año 1809, los tres hombres más poderosos de Europa: Napoleón Boanaparte, el Zar Alejandro y el Emperador de Austria Francisco II , se juntaron en una expedición de cacería. En cierto momento de la tarde los tres líderes se separaron del resto y decidieron parar a descansar en una casa que encontraron en el medio del bosque. El dueño de la casa, un leñador que ha quedado anónimo, los recibió y los atendió con cortesía; pero cuando preguntó quiénes eran los señores y recibió como respuesta semejantes nombres y títulos, le pareció que le estaban tomando el pelo. No les creyó, pero no dijo nada.
Al rato alguien golpeó la puerta: era un vecino y amigo del leñador. Al hacerlo pasar, el leñador les indicó a los tres reyes que debían reverenciar al recién llegado, ya que era el mismísimo Emperador de la China. Napoleón Bonaparte, Alejandro Romanoff y Francisco Segundo entendieron lo que pasaba y en vez de empezar a los gritos y a las patadas, le siguieron la corriente al leñador y saludaron con grandes reverencias al recién llegado vecino.
Unos minutos después volvieron a golpear la puerta. Esta vez el leñador se encontró con la crema de la guardia imperial que buscaban a los señores emperadores de Francia, de Rusia y de Austria. El leñador comprendió que había cometido un gran error y se tiró al piso entre llantos y pidiendo perdón, pero los tres muchachos más cogotudos de Europa se rieron, agradecieron la hospitalidad y se las tomaron lo más piola.
Ustedes me dirán que estos errores son encantadores porque se trata de Dios, de Da Vinci y de unos Emperadores, y que los errores de los simples mortales son molestos y contraproducentes, cuando no aburridos. Y tienen razón. Pero siendo yo mismo un error de mis padres (querían un niñito rubio y adorable), no puedo menos que defender las naturalezas erróneas y ponerme del lado de los equivocados.
Que ustedes hayan llegado hasta aquí también se debe a un error y no puedo menos que agradecerlo.
Nasnoches.