26 de abril de 2011

La Memoria



A principios de los noventa, en una película muy bella, alguien explicaba los principios de la re-encarnación rompiendo una taza de té: "la taza ya no es una taza" - decía mientras mostraba los pedazos rotos - "pero el té siempre es té, ya sea que esté en la taza, derramado en la mesa, o en el piso". La analogía es, por lo menos, bella.
Pero si todos somos reencarnados ¿por qué no recordamos las vidas anteriores? (Aquellas señoras y señores que dicen haber sido Napoleón, Cleopatra o la Reina de Saba, me parece, son más bien víctimas de sus ansias de fama o de permanencia, cuando no redondamente de la locura). Dicen que hay un trámite que se hace entre vida y vida, y en ese trámite se borra la memoria del pasajero, preparándolo para la nueva vida. Si esto es así, a efectos de la consciencia no hay mucha diferencia entre ser el mismo reencarnado o ser otro.

A principios de los ochenta, en otra película también muy bella -aunque más oscura- una mujer descubre que todos sus recuerdos son falsos, artificialmente implantados; incluso sus recuerdos más infantiles y secretos (una araña verde y naranja que habia puesto un huevo del que salieron cientos de arañitas que luego se la comieron) no sólo eran falsos, si no además ajenos y no tan secretos. Imagínense la conmoción de la mujer: su madre no es su madre, ni sus familiares son tales... la peor idea de todas es que ella misma no era quien creía ser.

Las dos escenas establecen ideas que parecen ser opuestas, o al menos espejos: en la primera nos dicen que hemos sido otras personas pero que por haber perdido la memoria no lo percibimos; en la otra una persona no es quien cree ser, engañada (y aquí cabe la palabra: ilusionada) por una memoria ajena y exterior. Y aún enfrentadas, las dos situaciones apuntan a un mismo concepto: la memoria está directamente ligada a la identidad.

Nuestro amigo Miguel de Unamuno dice que en el collar de identidades que vamos siendo, el hilo que une todo es la memoria. Desde que nacemos vamos cambiando: el que somos hoy no es enteramente el mismo que fuimos ayer, cada día estamos un poco (un poquiiiiiito) más viejos, más experimentados, más sabios - si se quiere -  más cínicos, más desconfiados, lo que sea, pero vamos siendo alguien diferente. Si estiramos el segmento de tiempo la diferencia es aún mayor; si alguien me describiera al que era yo a los veinte años en usos y costumbres, en gustos, aficiones, actividades cotidianas, ideología, etc., sin decirme de quién se trata, probablemente no me reconocería. Lo único que me une con aquella persona es la memoria que tengo de haber sido aquel.

Esa es, entonces, la función de la memoria: saber quiénes somos.


Ahora, si esto funciona para la unidad, es decir, para una persona, debería funcionar también para nuestra identidad colectiva, para un pueblo (en esta torpeza no intento ir hacia lo político, ojo, mi idea es más bien tirar bastonazos hacia lo sociológico). En la medida en que un pueblo recuerde, mantenga activa la memoria, sabrá con más precisión quién es y, desde ese punto, poder establecer el fantasma objetivo: quiénes queremos ser.

Ésta podría ser, me imagino, la respuesta adecuada para el mocoso vago que viene a preguntar por qué cuernos tiene que estudiar historia en la escuela.

Eso y un buen patadón en el culo, claro.

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